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AnGhElA LiZeTh RºJaS

El oficio del editor

Una entrevista con Margarita Valencia

La experimentada editora responde y plantea preguntas nuevas. Pero sobre todo traza un derrotero para un oficio que a veces no encuentra muy despejado el camino.

La cantidad de editoriales independientes que hay en un país es una señal inequívoca de la tolerancia de la sociedad a la libre circulación de las ideas”; según Margarita Valencia, fue a partir de este principio que su padre, Carlos Valencia, fundó la editorial del mismo nombre en 1974, dedicada en sus inicios a la publicación de libros de ciencias sociales y de gran formato. Margarita Valencia se vinculó a ella como correctora de pruebas. Luego, al graduarse de Filosofía y Letras en la Universidad de los Andes, dejó el negocio familiar, se dedicó a la docencia y empezó a trabajar como coordinadora editorial de la revista Guión. Años más tarde volvió a Carlos Valencia como gerente y editó una colección de literatura infantil y otra de narrativa joven. Su regreso marcó la imposición definitiva de las pautas que había señalado su padre: por una parte, la reivindicación de un editor al estilo anglosajón, que trabaja hombro a hombro con el escritor y proyecta y encarga textos de carácter coyuntural y, por otra parte, el énfasis en el diseño del libro y, sobre todo, en su tipografía.

En 1991 Carlos Valencia Editores cerró por problemas económicos, y ese mismo año murió su fundador. Al año siguiente Margarita empezó a trabajar con el Grupo Editorial Norma como editora de las colecciones literarias La Otra Orilla y La Pequeña Biblioteca, donde consolidó un catálogo de autores colombianos y amplió el fondo de autores extranjeros, con la publicación de Joseph Brodsky, A. Alvarez, Roddy Doyle, Daniel Pennac, Angela Carter y Raymond Carver, entre otros. A finales de la década del noventa suspendió su trabajo editorial y se dedicó durante algunos años al estudio, la traducción, la crítica literaria y la docencia. En 2004 entró a dirigir Unibiblos, la editorial de la Universidad Nacional, y entre ese año y el 2006 fue coordinadora editorial del Museo Nacional y asesora del proyecto Libro al viento del Instituto Distrital de Cultura y Turismo de Bogotá. Desde enero de 2006 está al frente de “Bogotá, Capital Mundial del Libro 2007”, un proyecto que lidera el Instituto Distrital de Cultura y Turismo y que durante abril de 2007 y abril de 2008 convocará a toda la ciudad alrededor del libro y la lectura.
 
 
Comencemos con lo más elemental: ¿en qué cree usted que consiste el oficio del editor?
El oficio del editor es hacer que un autor o una idea encuentren su lector. En la forma más amplia posible es lograr que una idea encuentre el lector que necesita.
 
 
¿Y qué proceso debe llevarse a cabo para que eso suceda?
Lo primero es encontrar el medio más adecuado. ¿Es un libro? ¿Realmente es un libro? Creo que ésa es la primera pregunta que tiene que hacerse un editor. Una pregunta un poco absurda, porque vengo de una escuela y de un mundo en el cual estaba claro que el libro era la forma de publicar. Ya no es tan obvio; ahora están las páginas web, los blogs, y siempre han estado, por supuesto, los periódicos, las revistas. Hay muchísimas otras formas de hacer que una idea o un autor lleguen a su lector, entonces lo primero que debe hacer un editor es preguntarse cuál es el medio idóneo para que la idea encuentre a su lector. Después, por supuesto, el editor debe velar para que el producto o el medio en el que se transporta esa idea sea lo más transparente posible; que permita que el lector llegue directamente a lo que el autor quiere decir, sin tropezarse con errores gramaticales u ortográficos, con un diseñador lleno de osadías tontas, con un tipógrafo empeñado en usar dos mil clases de letras, con torpezas en la forma de expresar las ideas.
 
 
Hay quienes opinan que el dúo del diseñador Camilo Umaña y la editora Margarita Valencia fue fundamental en la manera de concebir el trabajo editorial contemporáneo en Colombia. ¿Usted qué piensa?
Veinte años de trabajar al lado de Camilo Umaña me han enseñado la importancia de la limpieza del diseño; su destreza tipográfica me ha demostrado que lo importante en un libro es que se deje leer sin interferencias de ninguna especie —¡y sólo los más ignorantes creen que la legibilidad depende del tamaño de la letra!—. Umaña cree, por ejemplo, que el error de un editor es tan grave como el error de un piloto de avión, y yo estoy completamente de acuerdo con eso. Los editores no deben olvidar que los libros deben hablarle en voz clara y contundente a los lectores, y que mientras eso sucede los editores y los diseñadores no pueden estar haciendo ruido.
 
 
El editor en nuestro medio también es una especie de gerente. Un publisher, como se le llama en los países de habla inglesa, donde el editor y el gerente de un proyecto editorial nunca son la misma persona. ¿Qué piensa de eso?
Que el editor y el publisher sean personas distintas es algo en lo que no se ha equivocado el mundo editorial anglosajón. Es el mundo editorial español el que tiende a confundir al editor con el publisher,y en Latinoamérica estamos casados con ese modelo. Pero editor y publisher no deben ser la misma persona, entre otras cosas porque el publisheres como el productor de una película: es quien invierte, quien supervisa los números, quien ofrece el respaldo económico al proyecto editorial. Nunca es el editor. Los latinoamericanos y los españoles tampoco tienen claridad respecto al papel del editor en general. Por ejemplo, en el manejo editorial de los textos, tendemos a no meternos con lo que está escrito, tendencia derivada de la idea de la escritura como algo dictado por las musas, por la inspiración. Por esta misma creencia, hasta hace muy poco no existían en nuestro medio escuelas y cursos de escritura creativa. Apenas desde hace poco tiempo están empezando a crearse. Porque nosotros creemos que escribir es una cuestión divina y no un oficio que se aprende.
 
Esa misma teoría la aplicamos en el trabajo editorial: creemos que si alguien, tocado por la inspiración, produjo un texto, no se debe intervenir y así tal cual se debe publicar —a lo más se le hace una corrección ligera—. Pero creo que el editor tiene la obligación de hacer que la obra de un autor llegue de la mejor manera posible al lector, y eso supone, en un momento dado, decirle abiertamente al autor que su obra tiene problemas de estructura, de redacción, que le sobra una parte, que le hace falta un capítulo. Ese es el tipo de trabajo editorial que me interesa, el diálogo con el autor. Pero eso es muy poco frecuente en nuestro medio, cada vez hay menos editores de este tipo. A veces pienso que ese editor que yo me creo ser es una especie en vía de extinción.
¿Cómo es el editor de hoy?
Los hay de diversa índole: existen muy pocos como los que yo concibo, pero hay otros que son juiciosos, que puede que no estén innovando, pero que entienden que hay que sacar un producto digno y decoroso. Y hay otros, la gran mayoría, que están sujetos a los vientos del mercado. Eso pasa en todos lados: en las editoriales universitarias los editores son sirvientes de los inmensos egos de los profesores. En las comerciales, son sirvientes de los inmensos egos de los dueños, o de los señores de mercadeo. Y esto, en alguna medida, tiene que ser así, por supuesto. Yo entiendo que no podemos plantear un negocio editorial como de ángeles, que no esté sujeto a las fuerzas del mercado. Pero cuando uno se somete completamente deja de mirar al mundo; deja de preguntarse por lo que se está escribiendo, por lo que se está publicando, y empieza a ser una especie de tuerca en un engranaje de producción en serie.
 
 
Entonces, ¿qué tiene que hacer un editor, como el que usted concibe, cuando le llega un texto?
En principio, tiene que ocuparse de que se publique perfecto. ¿Qué quiere decir eso? Primero, y esto es algo elemental, que salga sin errores. Yo recuerdo que, en una época de mi vida, un error en un libro era algo inadmisible. Y es algo que sigo teniendo como norma. La tranquilidad con la que hoy los editores se toman los errores me deja pasmada y me irrita como lectora. Hablo de errores tipográficos, gramaticales, de redacción, factuales; errores que implican que un editor no revisó, no releyó, no verificó los datos. Segundo, creo que el editor tiene la responsabilidad de hacer que el sentido de un texto llegue al lector de la manera más clara y transparente posible. ¿Cuántas veces se encuentra uno con autores que tienen ideas interesantes que decir, pero que es un castigo leerlos? No sólo tiene uno que entender lo que el autor está diciendo, sino también tiene que descifrar una maraña espinosa de términos y giros innecesarios que opacan una idea.
 
 
Cuando a usted le llega un texto de este tipo, con buenas ideas pero mal expresadas, ¿cómo lo maneja?
Después de leerlo y darme cuenta de que ahí hay una iluminación que la gente debería conocer, me siento con el autor a ver cómo hacemos para que la idea que él quiere expresar llegue al lector lo más limpia y clara posible. Ahí es donde es necesario el diálogo con el autor. Pero eso cada vez es más difícil, porque o bien el autor no siente ningún respeto por el editor, o bien el editor no siente ningún respeto por el autor, y ese debe ser un diálogo entre pares.
 
 
Según su experiencia, ¿los autores acceden a corregir?
Unos sí y otros no: como en toda práctica profesional. El editor tiene que conocer al autor con el que está trabajando. A algunos autores se les puede devolver el texto con sugerencias, y ellos las revisan y dicen “esta me parece bien, y esta no”, y se va llegando a un acuerdo entre ambas partes. Con otros hay que reunirse para aclarar mejor el sentido de un texto, porque puede ser que uno no haya entendido alguna cosa. En todo caso, uno siempre le señala al autor la presencia de un problema o la necesidad de una corrección y le pregunta ¿quiere hacerlo usted?, ¿quiere que lo hagamos juntos?, ¿cómo quiere que hagamos? Pero tiene que ser un trabajo a cuatro manos. Es ahí donde el trabajo editorial resulta grato y maravilloso.
 
 
¿Cómo cree usted que debería ser la relación entre el editor, el autor y el corrector de estilo?
A veces el editor le pasa un texto al corrector de estilo sin haberlo leído y el corrector trabaja el texto de una manera que no deja feliz al autor. Un editor debería saber que lo que debe prevalecer en un texto no siempre es la norma lingüística, que es a lo que apela, por lo general, un corrector de estilo; sino la manera en que el autor dice las cosas. Una corrección de estilo muy profunda puede dar como resultado un texto “correcto” pero con el cual el autor no se siente identificado. Hay que ser un mago para hacer que un texto no pierda la identidad, el tono, del que lo escribió, después de haber sido sometido a la corrección, o incluso, a la reescritura de alguien más. No se puede prescindir del autor en ese proceso, porque además eso es parte del aprendizaje de escribir.
 
 
¿Qué pasa con los autores que tienen grandes ideas, pero que no son escritores? Algo muy común en el ámbito académico.
Sí, es muy común, y no solamente no son escritores, sino que no les interesa para nada escribir. En ese caso, el trabajo tendrá que hacerlo otro. Pero pienso que muchas personas que se sientan a escribir, lo hacen con el ánimo de comunicar algo. Ahora, hablando del ámbito académico, mi paso por la edición universitaria me demostró que muchos profesores no escriben con el ánimo de comunicar, sino que lo hacen por otras razones. Por ejemplo, progresar en su carrera académica, lucirse con sus colegas: razones todas ellas externas al texto.
 
 
¿Qué otras lecciones le dejó su experiencia en la edición universitaria?
Durante el año en que estuve en la editorial de la Universidad Nacional llegué a la conclusión de que el 70% de las cosas que se publican en las universidadesnunca han debido llegar al papel. Son textos para públicos muy especializados y, por lo tanto, requieren de un editor que ubique con exactitud a las personas que están interesadas en ellos para hacérselos llegar. Los impresos son la forma más torpe y costosa de transmitir información especializada. Ésta tiene que transmitirse a través de la red o de cidís. De esa manera, uno se asegura de que la información le llega al que la necesita y además se racionalizan los costos. Por otra parte, diría que la estructura editorial universitaria, en general, está ligada a criterios que no son editoriales. Entonces eso hace, por ejemplo, que un comité apruebe la publicación de un libro porque quieren hacerle un reconocimiento a un profesor, pero no porque consideren que el libro debe publicarse. Es paradójico; las universidades no tienen políticas editoriales claras y, sin embargo, están siempre dispuestas a invertir una gran cantidad de recursos en la publicación de libros.
Usted decía hace un momento que una buena parte de la producción universitaria debería publicarse en formato digital. ¿Qué otras cosas del mundo editorial cree que deberían publicarse en ese formato?
En general, información para públicos especializados o limitados, a los cuales llegarles con papel es muy difícil o sencillamente no tiene sentido, ya sea por costos, o porque los integrantes de ese público están aislados geográficamente. También para la publicación de material de referencia: enciclopedias, diccionarios..., incluso, todo Shakespeare, pues los clásicos de la literatura también son material de referencia. Ahora, no le veo mucho sentido a publicar novelas en formato digital. En ese aspecto, la relación del ser humano con el libro es perfecta y no hay por qué cambiarla. Aunque hay muchos que dicen que eso va a cambiar y que ya está resuelto, yo no estoy tan segura.
 
 
¿Qué sucede cuando a una editorial universitaria llega un libro que proviene del saber especializado pero que puede ser de interés general?
¡Ah! Esa es la felicidad para un editor universitario. En ese caso él tiene que apelar a su experiencia y también, por supuesto, al mercado. Es decir, tiene que revisar muy bien qué se está publicando, para ver si puede arriesgarse a editarlo para el público general. Y puede arriesgarse. Ha habido temas especializados que se han puesto de moda. Yo recuerdo que hace 15 años el tema de la evolución se puso de moda, y se publicaron 10, 15, 20 libros al respecto. De esa manera, textos que de otra forma hubieran sido exclusividad del saber académico, se volvieron de interés general. Las universidades deberían aprender a capitalizar su capacidad de producir conocimiento pensando en el gran público, y no sólo en un público especializado. Por supuesto, una de las razones por las cuales no sucede es porque los profesores no saben escribir.
 
 
Pero, ¿cómo hace un editor universitario para que un libro que él vislumbra que puede ser de interés general se convierta realmente en eso?
Yo tuve un ejemplo en la Universidad Nacional muy triste de un libro que hubiera podido ser de interés general y finalmente no fue... Un par de profesoras llegaron a la editorial con un manual de escritura. ¡Un manual de escritura hecho por dos profesoras universitarias! ¡Eso es un bombón! Les dije: este libro tenemos que editarlo pensando en el interés general, por lo menos en el de toda la universidad. Pero, claro, era un libro farragoso, como suelen ser los libros académicos; había que editarlo. Y lo editamos. Pero al final las autoras no se reconocieron en el resultado. Tal vez sus intereses académicos prevalecieron por encima de su interés en lo que el texto, en sí mismo, decía. Tal vez influyó esa idea, que uno aprende en el colegio, de que la complejidad en la escritura revela una inmensa complejidad en las ideas, que es la peor distorsión que uno puede aprender. Y, sin embargo, es básicamente la mentalidad con la cual un profesor se sienta a escribir. Por esa mentalidad, la gran mayoría de textos universitarios parecen jovencitas sobrevestidas saliendo para su primera cita. Tienen demasiados collares, la falda está demasiado alta, la blusa está demasiado transparente, tienen seis colores que sobran. Sin embargo, debajo de eso hay una gran producción de ideas, hay investigación, y, en ese sentido, la edición universitaria tiene muchas cosas que deben publicarse. Pero publicarse. Que no es lo mismo que sacar un libro para que termine en la biblioteca de mi compañero de escritorio.
 
 
¿Qué piensa de una editorial como la de la Universidad de Antioquia, que trata de llegarle al público general, especialmente con sus colecciones de literatura?
Primero, que ha sido una editorial universitaria con verdaderos editores, algo que no ha pasado en otras; es decir, personas que le han dado políticas editoriales claras, que le han dado una personalidad. De allí que tenga colecciones delimitadas como la de narrativa: la colección Celeste. Que tenga un premio de poesía, cuya continuidad y persistencia le ha permitido tener un espacio digno en el mundo editorial. En la editorial de la Universidad de Antioquia ha intervenido una mente que por encima de otras consideraciones, como pueden ser las académicas o las institucionales, está pensando en los lectores, y ese, creo yo, ha sido su éxito.
 
 
¿Cuáles han sido sus editores emblemáticos?
Cuando yo tenía 20 años mi editor emblemático era William Shawn, el editor del New Yorker. Era exactamente lo que yo quería llegar a ser. Claro, ser él ahora no tiene mucho sentido, porque el mundo ha cambiado radicalmente. Pero él representaba mi ideal de lo que era ser un editor. Era un hombre profundamente respetuoso de los textos pero, al mismo tiempo, de la lengua, de la perfección en la edición. El departamento de constatación de datos del New Yorker era famoso gracias a él, no dejaba pasar una fecha sin constatarla. Y a pesar de ser un hombre muy conservador, en el sentido de mantener la pureza de su oficio, no tenía miedo de arriesgarse. Si veía que un texto era bueno aunque fuera muy largo, lo publicaba. Le dedicaba todo un número o varios, si era necesario; como hizo con Hiroshima de John Hersey, con A sangre fría de Truman Capote. Cuando él creía que algo debía publicarse no dejaba que otras consideraciones se atravesaran en su camino. Además, los escritores lo adoraban, supongo que porque comprendía la inmensa dificultad del oficio de escribir. Y, por supuesto, un buen editor es alguien a quien los escritores respetan.
 
Otro editor que me gusta mucho es Roberto Calasso, de Adelphi, la editorial italiana. Me parece un tipo excepcional, incluso en la escena intelectual europea; me gusta por eso, porque es un intelectual, y publica y escribe cosas osadas. De Adelphi me gusta mucho una colección que se llama La Pequeña Biblioteca, cuyo título me robé para hacer una colección en Norma, de textos cortos. En general todo el catálogo de Adelphi es muy bueno y muy arriesgado, tiene novelas extrañas de coreanos, por ejemplo. Es un catálogo de editor, como el de Jorge Herralde, de Anagrama, que también deja ver que detrás hay un editor pensando en hacer un gran fondo en todas las lenguas. Y que, también como Calasso, es muy osado. Publicó a Roberto Bolaño, un autor exigente, al mismo Calasso, que es el más literario de los ensayistas, a Vila-Matas antes de que se volviera famoso, a Sebald. Se arriesgó a publicar literaturas que no eran familiares para los lectores; es decir, abrió caminos, retando al público a atreverse con textos densos, difíciles. Herralde es un editor. Entre los españoles me gusta él, me gusta Manuel Borrás, el editor de Pre-Textos; un fondo pequeño, muy intelectual y muy refinado, si usted quiere, de libros muy bellos, hechos con enorme cuidado.
Entre los editores colombianos, ¿a quiénes admira?
Me gustó mucho la colección de poesía de Norma que hizo Claudia Cadena. También me gustó la colección de poesía de El Áncora, dirigida por Felipe Escobar. Ambas tuvieron grandes editores detrás. Felipe, por ejemplo, cuidaba con esmero las traducciones, hizo ediciones bilingües, y puso en circulación autores y obras que nunca habían circulado en Colombia, al menos de forma masiva: Baudelaire, Hölderlin. Cadena publicó en Norma a Gómez Jattin, a Eielson... En este momento se me ocurren ellos dos.
 
 
¿Cómo describiría la industria editorial colombiana?
Como una industria conformada, en este momento, por dos grandes empresas editoriales españolas que son Alfaguara y Planeta, básicamente. También está Norma, que viene muy detrás en el aspecto editorial, que ha perdido mucho espacio —porque Norma tuvo un momento de empuje literario muy fuerte, cuando Ana Roda y yo estábamos allá, aunque suene feo decirlo— pero digamos que está en el juego, y es un tercer jugador que sirve para mover las fichas. Eso por un lado. Por otro, no hay editoriales independientes, es decir, aparecen y desaparecen como hongos.
 
 
¿Cómo era la industria editorial cuando usted empezó a trabajar en la editorial de su padre?
Era delicioso porque estaba todo por hacerse. Bueno, no todo, siempre ha habido una tradición editorial. Pero faltaba mucho por hacer. A la literatura infantil, por ejemplo, nosotros la pusimos a sonar, sobre todo con la publicación de autores contemporáneos; algo que no se hacía en esa época, pues sólo se publicaba lo clásico. Nosotros también fuimos los primeros en hacer los famosos coffee-table-books en Colombia, que ahora pululan en el mercado. Empezamos a reimprimir textos importantes en ciencias sociales que estaban fuera de circulación como La violencia en Colombia, la Historia de la colonización antioqueña de Parsons, la obra de Osorio Lizarazo, la obra de José Félix Fuenmayor, en fin. Pero no es gracia lucirse cuando hay tanto por hacer y tiene uno cómo hacerlo. Lo interesante es lucirse ahora. Sin embargo, yo creo que el mercado editorial en Colombia ya no tiene quién se arriesgue. Hay gente haciendo cosas interesantes en revistas y en otros medios. Por ejemplo, es excitante lo que se está haciendo en revistas como El Malpensante, como Número; incluso publicaciones como Plan B o Arcadia son interesantes; Plan B está haciendo algo que nunca se había hecho en Bogotá, y que hacía falta, que es una guía del entretenimiento, con sus mapas de las librerías de la ciudad, de los cafés; y Arcadia está haciendo algo que se había dejado de hacer, que es la difusión más o menos masiva de la cultura. Pero la industria editorial colombiana es la industria editorial española con unos piquitos locales: hace lo mismo que la gran industria editorial española. Le apuesta a los nombres comerciales, deja a los autores muy desprotegidos; es decir, no los acompaña, no invierte en su promoción, no los consiente: es que es muy difícil sacar un libro para que lo pongan en un estante, le hagan dos entrevistas al autor y punto. Y, en general, uno no ve en la industria editorial de este país grandes ni pequeños editores, uno no ve editores. Lo que ve son multinacionales dictando lo que se debe publicar, y lo que se debe publicar para ellos es lo que vende. Pero, por otro lado, a los autores nunca les fue mejor que ahora. Porque estas empresas necesitan productos nuevos todo el tiempo, y tienen un rasero muy bajo. Un rasero por encima del cual básicamente en Colombia se publica cualquier cosa; como en todo el mundo.
 
 
¿Qué proyectos editoriales rescata que se hayan hecho en Colombia?
Pienso en esa maravillosa colección de poesía de Norma, la cual después Norma misma se encargó de apuñalear, pisotear y esconder; esa fue una gran colección. Por otro lado, Benjamín Villegas ha sido un editor que ha tenido cosas que decir, ha hecho libros de gran formato, muy cuidados, muy costosos. La editorial de la Universidad de Antioquia es un caso excepcional, porque no es una editorial universitaria esclava del ego de los profesores, sino una editorial autónoma, con reconocimiento del público general y no sólo de los profesores. El Áncora, aunque fue una editorial pequeña, publicó proyectos muy interesantes, como la colección de poesía, otra vez, o la de ciencias sociales; en esto último primero sola y luego con el fondo de Valencia Editores, que era reconocido en ciencias sociales. Ahora está el proyecto de Libro al viento, del Instituto Distrital de Cultura y Turismo, que no es un proyecto editorial nuevo, porque el gobierno nacional o los locales siempre han suplido algunos vacíos del mundo editorial y han hecho proyectos importantes: la Biblioteca Aldeana, la Samper Ortega, la colección de Autores Antioqueños, por ejemplo, o la biblioteca que sacó Cobo Borda con Colcultura hace treinta años, donde publicaron libros que hacía mucho no se editaban en Colombia, como la obra de Sanín Cano, de Téllez, de Gómez Valderrama, etc.
 
 
En su opinión, ¿cuáles han sido los grandes vacíos de la industria editorial colombiana?
La gran producción intelectual en este país siempre ha estado desprotegida, porque no existe un proyecto editorial que haya persistido en editarla y en seguir vivo. Ese ha sido un enorme vacío. No hay en Colombia una editorial, guardadas las proporciones, como la Pléiade en Francia, que se ocupa de hacer ediciones canónicas de sus clásicos. Eso no existe aquí. Y es gravísimo porque quiere decir que la producción intelectual colombiana está perdida. No está ahí para que la gente la lea. Aquí no existe, por ejemplo, una editorial que haga lo que el Fondo de Cultura Económica ha hecho por la cultura mexicana (aunque aquí también existe el Fondo de Cultura Económica, y está publicando con mucho empuje), que es una editorial que ha dado bandazos, que ha perdido autores, etc., pero que ha publicado, por ejemplo, todo Alfonso Reyes. Tampoco tenemos un proyecto de la envergadura de la Biblioteca Ayacucho de Venezuela. No contamos con un fondo editorial que guarde el patrimonio intelectual de este país, que lo conserve y que considere que ahí está la memoria viva de esta nación. Porque la vida del pensamiento depende de la vida de los libros.
 
 
¿Qué características debería tener esa editorial que se ocupe de la conservación del patrimonio intelectual del país?
Yo creo que la edición de ese patrimonio deberían hacerla las editoriales universitarias. Pero en la medida en que se organicen como verdaderas editoriales. ¿Por qué las universitarias? Porque un proyecto de ese tipo necesita académicos. Incluso antes que editores necesita académicos, que se dediquen a hacer ediciones críticas de la obra de los escritores y pensadores colombianos. Son los que pueden hacer ese trabajo y tienen el tiempo para hacerlo. El resultado será un texto iluminado.
 
 
Entonces, ¿no sería un proyecto editorial para el gran público?
Puede serlo también. Le pongo como ejemplo Oxford. Oxford hace ediciones críticas de Shakespeare que compra todo el mundo. Son las más baratas, las más legibles. Si uno no entiende una palabra, el aparato crítico se la explica. Pero si quiere leer de largo, puede hacerlo también. Además, están editadas como libros de bolsillo. Es que los libros no tienen que estar encuadernados en cuero para estar bien hechos.
 

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